Sentada en la cocina de mi casa, sentí el viejo espaldarazo de melancolía del domingo a la tarde.
No tenía nada, absolutamente nada que hacer el lunes, y más allá de la luz de las lámparas de bajo consumo, que siempre me deprime, no podía explicar por qué un domingo que no era el último día libre me generaba una sensación de desasosiego semejante.
Si fuera la heroína de una novela fantástica diría: "Creo que me voy a morir un domingo." Y si no es eso, hay un domingo de mi vida que me depara algo horrible.
Más allá del lunes, obvio.
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